“Veo, veo; las
palabras nunca son
lo mejor para estar desnudos.”
- Luis Alberto
Spinetta.
Un viernes a la noche presencié, en el Espacio Bravo de Pichincha, una
manifestación de cariño y cuidado hacia el interior de una grupalidad. En un
espacio escénico que se presentaba de la mejor manera posible: como espacio
onírico realizado; destinado al desvelamiento. Puesto al servicio, en este
caso, de naturalizar la caída de los velos, literales, de la ropa: plantear la
desnudez.
Hacia afuera, la incomodidad de encontrarnos
sin las barreras que nos posibilitan la construcción de prejuicios sobre los
cuerpos, de relatos sobre las subjetividades, de respuestas a preguntas
(¿innecesarias?) que no nos hacemos cotidianamente, que no le hacemos a nadie.
Nos vestimos de los prejuicios que queremos sembrar en otras personas, y
construimos a esas personas a partir de supuestos que crecen (muchos) de su cubierta.
Cuando eso nos falta, quizás, hay algo simbólico de dónde agarrarnos en los
tatuajes: en esos dibujos que permanecen entre declaraciones ideológicas y
meros adornos… Si no en los tamaños, la calidad de la piel, la cantidad de
pelos o de pliegues, los genitales, la forma del movimiento que transluce la
energía… ¿Podremos abandonar la necesidad de interpretar?
¿Cómo hablar de eso que vi, de esas energías? Se
me ocurrió suponer una carta astral a partir de lo perceptible, de lo que se
percibió esa noche, en esa función particular: ¿Se puede decir que fue una obra
(una performance) con sol en piscis, luna en acuario y ascendente en escorpio? ¿Se
puede hablar de marte en libra, o de venus en cáncer? ¿Es acaso un juego al que
jugar a partir de ese otro juego? ¿Saturno en casa 11?
Tal vez cuesta encontrar el lugar desde dónde
mirar, desde dónde acercarnos, siendo que, apenas llegamos, recibimos un asiento
de voyeur. ¿Cómo salimos de ahí? Una
forma, para mí, fue empatizar con el disfrute, con la comodidad, con el juego
que se veía que jugaban; cuyas reglas no estaban del todo claras desde afuera. Entregar y soltar pesos. Tomar y dejar ir. Contacto.
Me surgían internamente, y cada tanto
resonaban, las palabras: “cuerpos privilegiados”. Cuerpos jóvenes, saludables,
de clase media, diría, entrenados para la escena. Cuerpos disponibles,
habilitados. ¿Será más fácil la desnudez para esos cuerpos? ¿Cómo se vive su
mayor o menor distancia a la hegemonía estética? ¿Cómo sería que todas las
personas presentes como público se desvistan y se sumen lentamente? ¿Cómo sería
la ruptura de la cuarta pared, la invasión? ¿Cómo sería con cuerpos que ni
siquiera están entre el público, cuerpos de afuera de la sala? ¿Cuerpos ancianos,
cuerpos enfermos, cuerpos pobres? ¿Cómo sería una pandemia de desnudez
socialmente aceptada?
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La vestimenta aparece como envoltorio del cuerpo, como una máscara que nos permite proyectar algo que elegimos mostrar en vez de aquello que no podemos evitar, en última instancia. |
Es que me surgieron otras preguntas. Primero: ¿Por qué no nos desnudamos para casi nada que no sea bañarse, coger ni atravesar algún tratamiento médico? Y segundo, pero más importante: ¿Por qué no nos desnudamos entre amigues, para pasar el rato? La desnudez es un privilegio que se reserva para el plano de la intimidad. La desnudez se reduce, por descarte, a la sexualidad. La desnudez se percibe como cómica o incómoda. ¿Cómo me siento, entonces, ante una desnudez cómoda e in-cómica? Siendo que nos permitimos, en ocasiones, desnudarnos ante y con personas desconocidas. Aunque sea con alguno de esos fines tradicionales, nos lo permitimos. Aunque resulte incómoda, nos la permitimos…
Y en esto me aparece una respuesta a la
resonancia del concepto: “cuerpos privilegiados”. El mayor privilegio es ser
cuerpo. Algunas personas dirán “tener” un cuerpo… Pero el cuerpo que habitamos
es el cuerpo que somos. El cuerpo a través del cual andamos, percibimos,
conocemos, amamos, jugamos, comemos, enfermamos, sanamos… El privilegio del
cuerpo es el privilegio de la experiencia y “nadie sabe lo que puede un
cuerpo”, como cita a Spinoza cualquier fan de Deleuze. Por eso, ver esos cuerpos,
cuerpos en tanto máquinas que se mueven, que se desafían, que se apoyan unas en
otras; hace que pase algo, aunque no
pase nada. Es como un homenaje al renacimiento greco-romano: Cuerpos (ex)puestos en
juego, en tensión, en relajación. Estatuas flexibles, móviles, coloridas,
vivas, calientes, húmedas.
Hay, en la desnudez, en la
des-porno-erotización, la posibilidad de contemplar esa otra belleza. Y, a su
vez, el hallazgo de símbolos irreductibles de lo biológico: El tamaño de los
cuerpos. Las diferencias exclusivamente biológicas y evidentes entre cuerpos masculinos y femeninos. Cuerpos casi sin
intervenir, excepto con algo de tinta, como dije antes, excepto algún dibujo
específico que traduce la presencia de órganos internos que no deberían estar allí. Fuera de eso hay
cuerpos de machos y cuerpas de hembras. No existe demasiada participación del
género en el sentido social. No existe la posibilidad de saber qué organismos
le gustan a qué otros; se dificulta la posibilidad de saber cómo se autopercibe
cada cuerpo, cada cuerpa, sin la intervención del lenguaje... todo esto pierde importancia, como si se diluyera (en algún momento me sorprendí de descubrir que el número de cuerpos era impar, y que había más de un sexo que de otro).
Sin embargo, estos factores juegan en la
construcción de cualquier relato posibled: ¿Qué cuerpos protegen a cuáles? ¿Qué
sucede con los cuerpos más grandes, con los más chicos? ¿Quién se apoya en
quién? ¿Quién defiende a quién? ¿Quién se enfrenta a quién? ¿Quiénes se
asocian? ¿Qué pasa cuando se enfrentan? ¿Cómo interactúan "varones" y "mujeres"?
Los agrupamientos, las distancias, los dúos, los tríos, los cuartetos… cada
sub-agrupamiento parece adquirir nuevas posibilidades de sentido que, sin duda,
quedan sujetos a libre interpretación; por lo tanto, a una construcción que, de
ser necesaria, queda bajo completa responsabilidad de quien mira el espectáculo.
Pero el “show” se permite ocurrir sin que nadie interponga palabras, se permite
quedarse más acá de un sutil acompañamiento musical; e, incluso, se permite
intercambios de palabras inaudibles, y gestos que parecen darle un
lugar importante al “secreto” que nunca será revelado: Entre esas personas, algo se dicen. No
sabemos qué.
Así, el evento artístico crece en intimidad, en
complicidad interna, en movimientos lúdicos de una diversión que se disuelve en
el gesto suicida, inespoileable, del final. Un gesto polémico, que nos puede
hacer sentir una traición. Un gesto que, mientras traslada la incomodidad, nos demuestra
que lo más naturalizado puede ser lo menos natural.